“Una relación es frecuencia. La
frecuencia con la que hacéis cosas juntos. La frecuencia con la que no
hacéis cosas por separado. La frecuencia con la que os veis y os dejáis
ver. La frecuencia con la que os echáis de menos. La frecuencia con la
que os estáis de más. La frecuencia con la que sentís. Con la que os
reís. Y con la que lloráis, también. La frecuencia de vuestros planes.
La frecuencia de vuestros recuerdos. La frecuencia de las benditas
discusiones y de las malditas reconciliaciones. Frecuencias y más
frecuencias. Frecuencia con la que os acostáis. Frecuencia con la que os
abrís los ojos. O la cabeza. O el corazón. Frecuencia con la que os
apartáis estando juntos y con la que os unís desde la distancia. Qué
fácil se olvida uno de la frecuencia con que se hacen las cosas. Qué
pronto se nos pudren y se tornan rutinas. Y qué fácil es olvidarse de
que si no hay frecuencia, ni hay relación ni hay nada, pues puede que
aún se sea, pero desde luego que ya no se está.
Un hábito es una frecuencia que nos
gusta. Y un vicio es una frecuencia que nos hace mal. Cuántas relaciones
que son hábito las mantenemos simplemente por vicio. Y cuántos vicios
habituales acaban siendo un mero problema relacional.
Mi primera frecuencia en importancia fue,
sigue siendo, y siempre será el error. Como le dije hace poco a alguien
a quien aprecio, en esta vida encontrarás básicamente dos tipos de
personas: la mala gente y los torpes. No hay punto medio, o vas a mala
fe, o seguramente serás de los que se equivocan. Frecuentemente, sí. Por
eso, hablar de frecuencias es hablar de distorsiones, de errores y de
meteduras de pata. Dos veces en la misma piedra. Dos piedras de vez en
vez.
Porque una vez es un punto, no tiene
dirección en el espacio. Dos puntos, en cambio, marcan una línea recta. Y
tres ya definen un plano. En cuanto existe más de un punto, ya intuimos
un patrón. Una frecuencia. Y todo lo que se salga de ese tempo, es lo
que acabamos llamando equivocadamente error.
Y hablando de errores. No hay mayor fallo
que confundir frecuencias que se parecen mucho en apariencia, y sólo en
apariencia. Por ejemplo, la frecuencia con la que se habla, que no
tiene nada que ver con la frecuencia con la que se comunica. Porque
hablar no es comunicarse. A que parece obvio. Pues no lo es. Uno puede
hablarse todos los días y no decirse nada. Repasar la agenda como quien
recita el listín telefónico y dejar congelado el sentimiento de hoy, por
si lo recaliento precocinado para otro día. Hablar es sólo emitir.
Comunicarse es preocuparse por que, además, te reciban. Y por supuesto,
por la calidad de lo que se haya recibido. Y qué es la calidad sino la
correspondencia entre lo que se estaba emitiendo y lo que se recibió.
Otro error básico muy pero que muy mío.
Explicarme a mí mismo y a los míos por qué hago lo que hago y siempre
del mismo modo. Distintas frecuencias, sí, pero siempre con la misma
explicación. Y no. Así no funcionan las razones. Las razones son seres
vivos. Mascotas emocionales que adoptamos tras cada acto llevado a cabo,
y que desde el nacimiento mismo de nuestro recuerdo, se vienen a vivir
con nosotros. Y las alimentamos, y maduran, y se desarrollan, y nos
hacen compañía, y nos ayudan a estar mejor. Las razones son el mejor
amigo del hombre y la más fiel amiga de la mujer. Un día, viendo la
tele, te las miras por un momento y piensas cómo es posible que hayan
crecido tanto, que ya no las reconozcas, con la poca cosa que eran
cuando te las llevaste. Porque están vivas, y donde dijiste digo, dices
Diego, y la verdad es que las dos suenan igual de bien y de adecuadas
para el momento actual. No es que seas un puñetero incoherente, que
también. Pero qué significa ser incoherente. Significa que tus razones
crecieron y se fueron de casa. Y te dejaron solo otra vez. Las muy
putas. Qué decepción.
Una relación es frecuencia. Cambia cualquier frecuencia y estarás cambiando la relación.
O mejor aún, cuida mucho tus frecuencias. Estarás cuidando tu relación.”
Risto Mejides
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