Valen la pena los amigos.
Esos con los que te encanta perder el tiempo. Esos con los que eres tú
mismo, sin filtros, capas o escudos que valgan. Esos con los que
confiesas hasta lo más inconfesable, y por tu propia voluntad. Esos a
quienes te atreves a contar tus miedos, tus ilusiones, tus vergüenzas y
tus conquistas.
Amigos con los que arreglas el mundo.
Vale la pena la felicidad.
Porque no es un estado, es una decisión. Es querer y poder. Es superar
obstáculos, zancadillas y tropezones. Es estar por encima sin mirar por
encima del hombro. Es saber conformarse con lo que tenemos y valorarlo
como toca. Ni más ni menos. Es quitar hierro y dar vitaminas.
Vale la pena la familia. Esa que dicen que es un mundo, pero que para ti, es tu mundo.
Esa que está a tu lado incondicionalmente, aunque no siempre la veas.
Esa con la que compartes cenas de Nochebuena, tartas de cumpleaños y
veranos en el pueblo. Que no sólo es compartir genes. Esa con la que te
peleas por tonterías, pero que nadie se atreva a tocarla. O sacas uñas,
dientes y artillería pesada, todo sea por defenderla.
Vale la pena decidir. Ser valiente y asumir riesgos.
Aceptar consecuencias de principio a fin. Aprender de nuestros fallos,
nuestra mejor enseñanza. Celebrar los aciertos con saltos, gritos o
triple mortal, lo que la ocasión se merezca. Que no todo es de color de
rosa, pero habrá que intentarlo, ¿no crees?
Vale la pena lo importante.
Dejar el dramatismo a un lado para que no nos distraiga. Cambiar el feo
hábito de quejarnos por vicio y valorar de verdad lo que sí tenemos. Lo que somos y podemos ser.
Lo que queremos y lo que nos hace bien. Abrir los ojos y no cerrarlos
cuando algo no interese. Dar importancia al detalle y no esperar grandes
promesas.
La vida no son más que pequeños momentos.
Vale la pena ser uno mismo. Defender el yo, mi, me, conmigo. Personalidad en estado puro, con sus luces y sombras. Aceptarnos tal cual somos, y a quien no le guste, que mire para otro lado. Ponernos el listón tan alto como queramos, pero sabiendo cuándo toca bajarlo.
Vale la pena luchar. Aunque nos de vértigo salir de la comodidad de lo fácil. Aunque nos de miedo y pánico el cambio. Luchemos por nuestros sueños, por mucho que algunos digan que son descabellados. Por nuestras ilusiones y deseos, por todo aquello que nos motive y nos de alas.
Vale la pena confiar. Primero de todo, y sobre todo, en nosotros. En nuestras posibilidades,
todas y cada una de ellas. Las que nos permitan crecer cada día, lograr
lo que queramos y soñar a lo grande. Confiar también en los demás. En
la mano amiga que te ayuda a levantarte y en las palabras que te
resucitan cuando no puedes más. Creamos en el hoy y en el mañana. Un mal
día no dura más allá de 24 horas.
Vale la pena perder.
Perder miedos que nos atan de pies y manos, que no nos dejan avanzar.
Perder el orgullo que nos ciega y nos vuelve estúpidamente estúpidos.
Perder, porque no siempre se gana, pero siempre se aprende. Porque hay
cosas que nos sobran y no nos damos cuenta.
Perder para saber valorar lo que teníamos y, más aún, lo que aún tenemos.
Vale la pena el amor. Enamorarse perdidamente y con locura. Que las medias tintas no saben a nada. Perder el norte por alguien que nos traiga de vuelta. Por alguien que no entraba en nuestros planes, y que ahora no sale de nuestra cabeza. Enamorarse de la A a la Z, con comas, puntos suspensivos y exclamaciones incluidas.
Vale la pena… todo aquello que creas que vale la pena.